Posibles versiones
Por MSc. Arq. Fernando García Amen

Autorretrato de M.C. Escher. Foto: bit.ly/1MATKHh

Autorretrato de M.C. Escher. Foto: bit.ly/1MATKHh

 

“La literatura es mentir bien la verdad”
Juan Carlos Onetti

 

“Una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad, y aparece como un complejo aglomerado, como algo que puede cambiarse, transmutarse o desaparecer sin que su vacío se note”, escribía la española María Zambrano[1]. Y acaso con este interesante aserto haya dejado en claro que la ciudad, como entidad dinámica, es algo más que un simple lugar geográfico, o un mero entramado de calles y edificios.

La ciudad es un espacio físico, sí, pero es también un espacio sensorial, que se crea y se recrea en la mente, a través de la construcción de mitos, de escenarios y de acciones que amalgaman a un tiempo realidad y ficción mediante una correspondencia biunívoca.

El origen de la ciudad es literario. El espacio urbano puede escribirse, leerse, y resemantizarse tantas veces como se quiera. Y en ese proceso, interviene indefectiblemente la mirada del escritor, que crea y da vida a los incorpóreos avatares surgidos de la propia imaginería, así como también a los mitos y construcciones del inconsciente colectivo. En definitiva, la construcción mental del laberinto.

La ciudad se multiplica espacialmente en las páginas, en las historias atiborradas de imágenes verosímiles e inverosímiles, de rostros conocidos y extraños, de edificios existentes y recintos fantásticos.

Cada ciudad tiene sus escritores y sus lectores, que alternan funciones al tiempo que participan colaborativamente del tejido de la gran trama urbana. En cada ciudad hay historias universales e historias particulares; de esas que encarnan sentires compartidos y de las que recogen los valores de una cultura local determinada. Acaso sea Borges –quizá- el mayor exponente de la primera categoría, proponiendo una ciudad cosida por hipervínculos; la apoteosis de la ciudad narrada; el libro de arena, ese talismán que una vez fue el Aleph, y que contiene todas las historias, todas las ciudades, en un número infinito de páginas. Pero también hay que mencionar las ciudades escritas y descritas por arraigados baluartes de la cultura local, que al escribir modelan la forma urbana desde lo estrictamente tangible hasta lo puramente onírico. Baudelaire es París; Kafka es Praga; James Joyce es Dublín; Murakami es Tokio; Pessoa es Lisboa; Kavafis es Alejandría; Paul Auster es Nueva York; García Lorca es Granada. Y la lista podría seguir.

Tokio. Cruce de Shibuya. Foto: bit.ly/1vivjsv

Tokio. Cruce de Shibuya. Foto: bit.ly/1vivjsv

París. Foto: bit.ly/1yXzs0s

París. Foto: bit.ly/1yXzs0s

 

De cada ciudad hay un sinnúmero de versiones. O lo que es igual, un sinnúmero de lecturas. El laberinto de la literatura nos permite afrontar su conocimiento desde miles de posibles versiones, que se erigen como catalizadores perfectos de realidades alternas, complejas y muchas veces difusas desde la lontananza.

El Tokio de Haruki Murakami es mucho más que la ciudad de Tokio. De hecho, hay muchas versiones de la misma ciudad en las distintas páginas del mismo autor. Desde la visión melancólica y casi sepia de Norwegian Woods en el Tokio de los años ’60[2], hasta la ensoñación alternativa y distópica de 1Q84[3], que acuña una visión particular de la sociedad orwelliana del Gran Hermano.

El París de la injusticia y el oprobio que rodea la vida de Jean Valjean y su infame perseguidor el comisario Javert difiere sustancialmente de la visión reflexiva y poética de Baudelaire, y su capacidad de destilar lo eterno de lo transitorio. No obstante, la construcción literaria de ambas ciudades constituye una referencia ineludible a la ciudad física; una construcción que se desarrolla en la mente del escritor y que se traslada al imaginario del lector, y le imprime su impronta personal, su espejo de vida distorsionado por el espejismo de su propia historia.

Al escribir sobre una ciudad, el autor la construye en la mente del lector y en la suya propia en un proceso simbiótico e intangible. Los puentes, los edificios históricos, las grandes catedrales, pero también las arquitecturas fantásticas e inexistentes cobran vida en el constructo inmaterial de la imaginación. Las historias podrán cambiar, mutar, adecuarse al tiempo histórico, o bien surgir del profundo abismo de la condición humana; pero la ciudad estará allí, siempre cambiante y siempre igual, fungiendo como escenario de la vida de seres reales e imaginarios por igual.

Leer y escribir, a diferencia de la visión tradicional dicotómica, conforma un par complementario, una unidad indisociable que agita las aguas y enriquece nuestro intrincado mundo interior, desde el cual percibimos e interpretamos en entorno que nos circunda. La compleja topografía urbana se funde con la literaria, y de esa comunión surge la riqueza interpretativa que habilita a una mayor comprensión de la realidad y por supuesto, también de la ficción. Ilion es uno de los nombres de Troya, y de ese nombre deriva la Ilíada. Homero construye la Troya que llega hasta nuestros días, y de la que hoy solo perviven algunas escasas piezas del trazado original. Sin embargo, el valor histórico de la narración da vida a las hazañas de Ulises, a la cólera de Aquiles, e inmortaliza el ardid empleado para penetrar una fortaleza hasta ese momento inexpugnable. La ciudad de Troya es más una ciudad literaria que física, aunque no por eso es menos real.

Ruinas de la ciudad de Troya. Foto: Fernando García Amen

Ruinas de la ciudad de Troya. Foto: Fernando García Amen

 

Y llegado este punto, conviene soslayar la importancia trascendental y ontológica del concepto de realidad. Lejos de asomar al solipsismo latente y tentador de algunas interpretaciones, se apela aquí a una aproximación kantiana de la realidad. En tal caso, puede decirse que la misma queda restringida a las realidades concretas de la experiencia posible, y que la realidad del todo como principio y origen trascendente puede ser pensada pero no conocida. En ese sentido la ciudad, en tanto que entidad real, puede ser concebida, planeada, pensada, pero nunca aprehendida. Podría decirse que es acaso un espejismo, una ilusión compartida que se construye en la mente y que puede recrearse en palabras escritas y narradas. Y de ese modo es capaz de erigir la realidad visible, complementarla y enriquecerla.

La lectura y la escritura son, sin dudas, el mejor camino hacia el entendimiento cabal de la ciudad. Solo quien ha leído ha estado en una ciudad sin haberla pisado. Y solo quien la pisa habiéndola leído se aproximará más a la comprensión global de la misma, y podrá insertarse y comulgar su propia naturaleza en armonía con la urbe visitada.

Volviendo a la tesis de Zambrano, el escritor provee de vida a la ciudad. La nutre. La carga de significado y le da esencia a través de sus historias. No obstante, el proceso es bidireccional. El escritor es también lector, y viceversa. En definitiva, es un constructor de realidad, un Teseo que encuentra la solución del laberinto alejando la amenaza del minotauro. En otras palabras, un viajero que, blandiendo su olifante, logra a través de su acción creativa apropiarse de la realidad y convertirla literal y literariamente en un cantar de gesta.

 

Notas

[1] ZAMBRANO, M. Del escribir. Publicado por El País. Madrid, 16-6-1985.
[2] MURAKAMI, H. Tokio Blues (Norwegian Woods). Tusquets Editores. Barcelona, 2007.
[3] MURAKAMI, H. 1Q84. Tusquets Editores. Barcelona, 2011.


Fernando_García_Amen

Fernando García Amen
Arquitecto. Máster en Dirección Estratégica en Tecnologías de la Información. Docente en el Laboratorio de Visualización Digital Avanzada (vidiaLab) de la Facultad de Arquitectura (UDELAR). Docente del Proyecto Académico “Viaje 2.0” (2011), y de “Plexo. Una travesía multinsensorial” (2015).

 

 

Publicado por | 18 de abril de 2015 - 14:22 | Actualizado: 18 de abril de 2015 - 14:22 | PDF

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