Postales
Por Gastón Ibarburu (Estudiante del Grupo de Viaje 2013)

Foto: Ruta 66. Gastón Ibarburu

Siempre tuve en mi cabeza un montón de fragmentos de historias de Estados Unidos que la globalización salpicaba sobre nuestras infancias. Cruzando el continente a pleno espíritu de la ruta 66, me sorprendí al ir descubriendo cómo todas estas imágenes iban encajando en un puzzle que barre al país de punta a punta.

Las grandes ciudades del Este, con sus espectaculares verticalidades, guardan vestigios de la llegada del May Flower, Snoopy y Charlie Brown, las primeras iglesias, y George Washington y la jura de la constitución. Conviven en el hormigón historias de bajo perfil, desde los partidos de Basketball callejeros hasta los bares de Jazz y las iglesias y el canto Gospel, que evocan las historias de los esclavos y los campos de algodón.
Con los años, las concentraciones de la ciudad capitalista forjaron los altos picos de Manhattan, el perfil de Chicago contra el Lago Michigan, el puente de Brooklyn, y tantos otros dibujos que alguna vez hemos oído. El alto valor del suelo hace que la ciudad haya tomado todos los rincones del territorio, y tanto los sótanos como las tan características escaleras de salida para incendios encuentran uso en la vida de los neoyorkinos. Están también los tejidos más dispersos alrededor de las metrópolis, con las cercas pintadas de blanco y el ‘autobús escolar’ que esperan los niños en las películas.
Sin embargo, al adentrarse en el desierto hacia el Sol poniente toda estas historias se vuelven cada vez más distantes. Y la gente, al igual que la geografía, se vuelve cada vez más hostil, cual recurso literario.
En Phoenix, un edificio viste con irónico orgullo el título de la primer iglesia de la ciudad. El panorama desolador de avenidas una al lado de la otra, anchas y separadas, contrasta con los retiros cortitos de las calles ajustadas y apiladas sobre los trenes subterráneos de las ciudades del este.
Recorriendo las carreteras, que ya no tienen peajes, empiezan a aparecer los paradores con carteles de ‘prohibido ingresar con armas’, caravanas de Harley Davidson que no se dejan sacar fotos, cáctus, el gran cañón, y con un poquito de imaginación el Coyote y el Correcaminos.
De a poquito me fui adentrando en el lejano oeste, colonizado por la búsqueda frenética del oro, donde la ley era el buen uso del revólver y Lucky Luke mantenía a raya a los hermanos Dalton. Los ‘Saloon’, de fachadas cartel y con piano y bailarinas, viven hoy su máxima expresión en Las Vegas y anticipan el glamour de la costa oeste.
Ahí las perspectivas del cartel de Hollywood y el tanque de agua de la Warner Brothers son parte del repertorio de íconos que construyen el significado del paisaje urbano horizontal, allá cuando las mismas carreteras interminables y autos de talle grande completan la travesía y llegan hasta el agua.
Despegamos de Los Ángeles a Tokyo un lunes, después de tanta ruta 66, con las retinas cansadas. Las imágenes difusas empiezan a decantar. El bombardeo de información no cabe en la postales, pero cada una de ellas es una ventana a un recuerdo infinito, a la marca indeleble que dejan las ciudades al visitarlas. No se si habré visto cosas nuevas, todas resultaban comprensiblemente familiares. La sonrisa en la cara es, justamente, por haberlas visto.

Publicado por | 4 de junio de 2013 - 01:37 | Actualizado: 4 de junio de 2013 - 04:35 | PDF

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