Lost in Translation, y encontrado en Teshima
Por Rodrigo Muñoz (Estudiante del Grupo de Viaje 2013)

Aeropuerto de Narita, estoy sentado en el avión, hoy nos vamos de Japón, de fondo suena una voz que nos anuncia una demora en el vuelo. Libreta y lapicera me miran cómplices desde el bolsillo del asiento de enfrente, es el momento de bajar a negro sobre blanco lo que estoy pensando.

Hoy me voy y sinceramente no me quiero quedar, es la segunda vez que me pasa en el viaje, la primera fue Los Ángeles, pero eso es otra historia.

Sumiso y occidentalizado.

En estos días ambas cuestiones me han perseguido, ambas eran esperables, pero ambas superaron lo esperado. En la previa, creo que como todos, me construí una imagen de este país muy hija del audiovisual y la revista, pero al estar aquí tanto la arquitectura, la cultura como la sociedad y la gente quedaron por debajo de esas expectativas.

Todo se veía mejor de lejos, suena duro, demasiado, pero no encuentro manera mejor de explicar la sensación que me siguió durante la mayor parte de nuestra visita a estas tierras.

Alguna vez escuche por ahí una frase que decía: “don´t meet your heros, they´ll let you down”. Nunca me gustó, no creo que conocer la dimensión terrenal de aquello a lo que uno admira, con sus aciertos y fallas, sobre todo las segundas, deba necesariamente convertirse en una decepción. Muy por el contrario, creo que desmitificar y bajar a tierra algo, y aún así seguir profesándole admiración, pero una mucho más madura y consciente, es un ejercicio sano y necesario porque en definitiva, es en ese mundo en el que vivimos, no en el de las perfectamente iluminadas y vacías fotos de revista. Descubrir imperfecciones, vuelven real lo perfecto, pero como cicatrices en un cuerpo, son tan solo testigos de que el sujeto ha vivido, y sobrevivido.

“El Viaje” ha dado la oportunidad, y seguirá dándola, de realizar este ejercicio.

En lo personal, hasta ahora habían pasado por el tamiz la Cuba Revolucionaria, la global New York, la Farnsworth de Mies, y el McKormic Koolhaas, todos salieron airosos y ratificando sus valores notables. Camino a Japón, en el vuelo de entrada, la obra de SANAA era el sujeto de mis ansias, el primer contacto en NY había dejado gusto a poco, y la expectativa era grande. Pero lejos de rectificar esa primera impresión, las sucesivas visitas fueron ratificándola y el primer “héroe” caía en picada.

Fue entonces que siguiendo una recomendación (sin gran convicción, debo confesarlo) decidimos hacer el viaje hasta un pequeño museo de Ryue Nishizawa en la isla de Teshima. Shinkansen, dos trenes locales y un ferry más tarde arribamos en una día gris, nublado y con muchas ganas de darnos un baño. Tras obtener por señas las indicaciones salimos caminando cuesta arriba el par de kilómetros que nos separaba del destino de nuestro periplo.

Al llegar, ya no importó la lluvia que por ese entonces ya nos mojaba, ni lo gris del día, ni lo caro de la entrada. Encontramos, me animo a decir, o por lo menos encontré, un pequeño gran tesoro. No voy a entrar en detalles, creo que la experiencia es intransferible por esta vía, al menos para mis flacas habilidades para la prosa. Sí voy a decir que fue un lugar en el que finalmente empecé a entender Japón, o tal vez no, tal vez empecé a quererlo.

Luego de llenarnos el espíritu con buena arquitectura y buen arte, de esos que te tocan y generan emociones, emprendimos el retorno nuevamente caminando entre gotas, ahora torrenciales, montaña abajo rumbo a un ferry que partía en cuestión de minutos. Al llegar al puerto, los minutos resultaron horas, el medio día había pasado de largo, nuestros estómagos crujían, así que por medio de señas y llamadas a terceros traductores una muy servicial señorita de la oficina de informes turísticos nos indicó el camino al único boliche de la isla.

Al cruzar el umbral de su puerta nos encontramos con un almacén digno del más pequeño y perdido de nuestros pueblos del interior, Tarariras diría algún compañero. La postal la adornaban tras el mostrador una sonriente pareja muy entrada en años con pinta de dueños y un parroquiano que al costado se encontraba sentado, cigarro en boca, mirándonos con infinita curiosidad.

Lo que ocurrió en las horas siguientes dentro de ese pequeñísimo boliche fue mágico, mucho más que todos los museos y el arte de Japón entero pudieron lograr. Señas, muecas, balbuceos en cruces de tres idiomas lograron quebrar barreras que parecían de hielo con el pueblo japonés.

En ese boliche, mientras la lluvia caía, y el hambre moría, ellos finalmente se volvieron nuestros pares o nosotros aprendimos a verlos como tales, siempre me quedará la duda.

Ninguna de las partes entendió lo que la otra decía cuando hablaba, pero tal vez por eso, nada se perdió en la traducción y todos nos comprendimos. Ellos nos ofrecieron el refugio que nuestras caras seguramente pedían y nosotros les devolvimos nuestras mejores sonrisas en una tarde que me gustaría creer nos llenó de anécdotas a todos.

A Japón sigo sin querer volver, pero en Teshima creo que siempre me sentiré en casa.

 

Foto: Inés Comas

 

 

Publicado por | 1 de junio de 2013 - 15:14 | Actualizado: 4 de junio de 2013 - 04:48 | PDF

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