Corre Lola, corre
Por Rosina Dematteis (Estudiante del Grupo de Viaje 2013)

La hora de embarque es hasta 12:50, quedan unas dos horas para almorzar y conectarse a Internet antes de tomar el avión hacia Tokio. Volar en avión no está entre mis actividades favoritas. Mareos, presión en los oídos y algo de pánico son algunas de las razones por las que decido hacerme de la ayuda de una pequeña pastilla para calmar un poco los nervios y poder dormir lo más posible; ya que es un vuelo muy largo. Recuerdo que la empresa de celular dijo que no funcionaba el servicio en Japón, así que aprovecho a llamar a papá. La conversación se torna en un monólogo. Yo hablo, él escucha. Los paisajes se mezclan en orden aleatorio: las luces incandescentes de Nueva York, las Sequoias gigantes del parque Yosemite, las empinadas calles de San Francisco, la invasión de carteles de Las Vegas, los impresionantes precipicios del Gran Cañón; todo se solapa y se amontona en un relato incoherente, un pastiche de imágenes en mi mente. De repente el saldo de mi cuenta de celular se acaba: la llamada se detiene abruptamente y soy succionada a toda velocidad de vuelta a miles de kilómetros de distancia de mi padre ¡Tenía tantas cosas para decir! ¡Seguro no habrá entendido nada! Tengo que volver a llamar. Aún hay tiempo pero el wifi en la sala de comidas es demasiado lento y sólo puedo efectuar una recarga por Internet. Quizás en el lounge del aeropuerto pueda lograrlo, tengo aquella tarjeta de crédito que me permite el ingreso. Le digo a mi novio que ya vuelvo, que solo tomará unos segundos, y me alejo en busca del lounge y una posible conexión a Internet más efectiva. Los segundos se tornan minutos, los minutos pasan volando y cuando salgo del lounge él ya no está donde habíamos acordado encontrarnos. Quedan quince minutos para embarcar y no hay señales de él. ¿Cómo pudo irse sin mí? ¿Estará esperándome en la puerta de embarque? ¿Y si voy y no está? ¿Habrá ido al baño? Corro de un lado a otro sin éxito. El reloj sigue corriendo. Poco a poco el pánico me atrapa y un escalofrío me recorre la espalda hasta llegar a mi nuca. Se me nubla la vista. ¡¿Dónde está?! Justo cuando estoy al borde del colapso escucho una voz a lo lejos que grita mi nombre y me doy vuelta: ¡es él!  Fue a buscarme al lounge justo cuando salí y nos desencontramos. Quedan diez minutos. ¡Tenemos que correr! Llegamos a migraciones, la cola hace zig-zag varios metros delante nuestro, como una víbora interminable. Los segundos pasan a toda velocidad y la cola no avanza. La señora que está adelante nuestro me ve abanicándome con el pasaporte y se corre un lugar hacia atrás para ayudarnos. Una persona menos adelante no es mucha diferencia. Me tomo otra pastillita para sobrellevar la situación, o porque ya no sé qué más hacer. Le preguntamos a un encargado y éste nos dice que somos un grupo grande, que van a venir a buscarnos y sacarnos de la cola. Se refiere al grupo de viaje pero no veo a ninguno de ellos en la fila. Tampoco veo que nadie venga en nuestra búsqueda. Cuando estaba a punto de perder toda esperanza la cola al fin comienza a avanzar lentamente y nos arrimamos al chequeo de equipaje. Me quito los championes a toda velocidad y comienzo a poner mis cosas en las bandejas para deslizarlas hacia la lectora de rayos X, pero no puedo apoyar nada ya que la cinta está repleta de las pertenencias de otros pasajeros que esperan parados junto a ellas. “La máquina está trancada y no está funcionando” me dice mi novio. Sus palabras me retumban en el cráneo y siento impotencia. “¡¿Qué?!”, contesto, “¡No puede ser!”. Esta pastillita no parece hacer efecto, la situación me está superando. Si perdemos este vuelo quién sabe a qué hora podremos tomar otro. Llegar a Tokio solos y perdidos, para luego tomar un tren a Osaka, viajar en él durante varias horas y caminar hasta el hotel, al cual no tengo idea cómo llegar, no suena muy prometedor. ¡Tenemos que tomar este avión! De repente, como si alguien hubiera escuchado mi mente, la cinta empieza a deslizarse y las bandejas comienzan a penetrar en la cámara de rayos X. Termino de acomodar mis bandejas y me dirijo rápidamente hacia el escáner de cuerpo entero, cuando siento que mi novio grita delante de mí para llamarme la atención. Llegó la persona que nos iba a sacar de la fila para llevarnos al avión. Empezó la carrera: cuatro, tres, dos, uno… ¡A correr!

La muchacha asiática que nos conduce es de complexión delgada, usa zapatos de taco y falda tubular pero corre a todo motor delante de nosotros para guiarnos. Se me desliza la mochila del hombro y cae al suelo, pero la recojo ágilmente. Todavía llevo en las manos las bolsas Ziplock que pasé por los rayos X y no me até los cordones. Siento que la chica grita por un walkie talkie algo que no puedo descifrar, debe ser japonés. Este pasillo es interminable. Doblamos varias esquinas y sigue sin aparecer la salida. Es infinito, parece crecer para reírse de nosotros mientras corremos. Desafiamos la gravedad, desafiamos al tiempo y desafiamos a este pasillo. A lo lejos veo otras dos chicas que nos hacen señas. La chica asiática les grita algo, se despide de nosotros y desaparece. No me da el tiempo para agradecerle. Grito: “Thank you.” Y presento el pasaporte y pasaje. Sigo a paso ligero por el pasillo hasta el avión. Una señora que pasa nos señala el reloj y grita “¡late!”. Como si no lo supiéramos. Por fin llegamos al avión. Encuentro mi asiento y me entrego a los brazos de Morfeo. La pastillita hizo efecto.  Despierto en una nebulosa y miro hacia la ventana. Es de día pero ya pasaron demasiadas horas y debería ser de noche. Llegamos a Tokio y no sé si la última comida fue una cena, un almuerzo o un desayuno. La noche se hizo ausente al atravesar la Línea Internacional de Cambio de Fecha. Parece que viajamos en el túnel del tiempo. Hoy es mañana, es el futuro. Atravesamos una línea intangible y estamos del otro lado del mundo. Difícil de asimilar. De un momento a otro estamos en el tren. Ahora sí llegó la noche y Arquitectura Rifa invade el Narita Express. Encuentro mi asiento y me apago de nuevo. Despierto solo para enterarme de la noticia: el tren está retrasado. Algo inesperado sucedió. Se suspendieron los traslados. Se supone que tenemos que hacer un trasbordo al cual no vamos a llegar y no existe un plan B por el momento. Seguramente tengamos que dormir en la estación, o quién sabe dónde. ¿Qué habrá pasado? El tren avanza a paso de carreta. Veo que en el vagón de atrás algunos compañeros hablan con un japonés encargado del tren. Nos avisan que hay un Shinkansen hacia la estación Shin-Osaka que podemos tomar en veinte minutos. ¡Tenemos que llegar! Pero ahora no depende de cuán rápido corramos, el tren nos lleva a su merced y sigue sin retomar su velocidad normal. Los minutos pasan, no llegamos. A este ritmo no llegamos. Hace rato el tren trastabillea y parece querer detenerse en la parada anterior a la nuestra, pero nunca lo hace. No vamos a llegar, ya lo sabemos. Por suerte me traje conmigo la manta del avión y una almohadita, quizás me ayuden a pasar mejor la noche en la estación. Súbitamente el tren se detiene y una voz dice que llegamos a la parada (aquella que precede a la nuestra) y un hilo frágil de esperanza resurge. Repentinamente el tren retoma su velocidad normal y se dirige a nuestro destino. Solo quedan 10 minutos pero quizás lleguemos. Siento el eco de un tic, toc en mi cabeza. El tiempo se desliza entre nuestras manos como un huevo fundido y se me vienen a la mente los relojes de Dalí. Ahora la lucha es entre el Narita Express  y los minutos, que transcurren incansablemente. ¡Tenemos que llegar! Quedan tres minutos y el tren se detiene. Cuatro, tres, dos, uno… ¡CORRAN!

Todos tomamos nuestras valijas y saltamos hacia el andén, cuando de pronto se presenta ante nosotros un japonés vestido de uniforme haciendo señas frenéticamente. Nos está señalando que debemos ir hacia aquella dirección. Desafiamos toda norma física y arrastramos el equipaje y nuestros cuerpos hacia la dirección indicada. Casi como de la nada aparece otra figura indicando con sus brazos la siguiente dirección. No hay tiempo de asimilar nada, solo hay que correr. En el devenir de los sucesos caemos en la cuenta de lo que acontece: no es un japonés, ni dos, son una hilera de japoneses estratégicamente situados al costado del pasillo indicando la dirección hacia el andén donde tenemos que tomar el siguiente tren. Todos hacen señas con sus manos y gritan por megáfonos y por walkie talkie. Todos parecen estar ordenados perfectamente a la distancia necesaria los unos de los otros para que nos sea imposible perdernos. Subimos las escaleras con el equipaje a cuestas y allí están, detrás de cada esquina, indicando el camino. Su misión es hacernos llegar al tren y se los ve totalmente decididos. De cierta manera me inspiran confianza. Si ellos lo creen posible, ¿por qué yo no? De todas formas es irrefutable el hecho de que el tiempo sigue corriendo y existen grandes chances de no lograrlo. Hay una delgada línea que nos separa de dormir sobre un suelo frío y duro o dormir en una cálida cama de un hotel. Aunque esa cama sea una cápsula claustrofóbica y asfixiante, es sin lugar a dudas, la mejor opción de las dos. La sensación de alivio al ver las puertas del Shinkansen abiertas esperando nuestra llegada es comparable con escasas experiencias pasadas. Creo que esa imagen, aunque parezca insignificante, quedará en mi mente grabada de por vida. Es un buen recuerdo para conservar sin lugar a dudas. Avanzo rápido hacia el interior y acomodo mi equipaje. Otra vez encuentro un asiento y me apago. En la superficie de mi estado de somnolencia escucho que alguien comenta que el Narita Express se retrasó porque hubo un accidente. Alguien se suicidó tirándose a las vías del tren. Dicen que es común aquí, ya que los trenes son tan rápidos que es imposible frenar para evitar la colisión. No quiero pensar en lo sucedido, me revuelve el estómago. Estaba flotando entre luces fugaces, apretando los dientes y corriendo un conejo blanco cuando siento que me tocan el hombro y vuelvo al mundo real. “Llegamos” me dice mi novio. Sólo queda tomar un subte hasta Shinsaibashi y luego caminar hasta el hotel unas cuadras. Bajamos como zombies del tren hacia el andén donde el grupo se separa en dos. La otra mitad va hacia un hostel cerca de la terminal. Sigo a mi mitad como en una procesión, silenciosos, cansados, perdidos. Hay que tomar otro subte, de solo pensarlo se me aflojan las piernas. El privilegio de permitirse estar cansado no duró mucho. Me parece escuchar que alguien grita: “El último subte sale YA”. Cuatro, tres, dos, uno… ¡CORRAN!

Me siento exhausta, las manos entumecidas de tirar de la valija. La dejaría acá y correría con lo puesto. Es una buena oportunidad para despojarse de lo material. De todas formas no lo hago, nadie lo hace. El equipaje es necesario, es un viaje largo y un viático ajustado. Hay que seguir corriendo y no pensar.  De repente me veo separada del resto del camino por una barrera que se extiende de extremo a extremo del corredor. Una figura de uniforme se alza al lado de la barrera y la veo conversar con los que van más adelante. ¿Por qué demoran?, ¡no tenemos tiempo! De a poco voy comprendiendo la situación. Mi claridad mental está fallando y me estoy moviendo más rápido de lo que estoy pensando. Hay que pagar un ticket. Como en todo subterráneo, sin ticket no se pasa. Creo que somos más de cien. Si pagamos uno por uno un ticket para pasar no alcanzamos el subte. Si pagamos todos los tickets juntos quizás tampoco lo logremos, cada ticket debe ser introducido por separado en la barrera para que ésta te permita el paso. Quizás aunque el encargado de la barrera nos permitiera pagar los tickets sin introducirlos tampoco lleguemos. Dependemos de escasos segundos para llegar a tiempo, no podemos permitirnos obstáculos en el camino. Noto que las compuertas que cierran el paso no son como las de Nueva York. Allá son de metal, duro y fuerte. Inamovible. Pero aquí en Japón parecen ser de un material acolchonado, flexible… corrompible. Uno a uno, los de más adelante, comienzan a atravesar las barreras con sus valijas sin importar si es correcto o no. Con el único objetivo de alcanzar el subte a Shinsaibashi, ninguno duda ni un segundo y nos ponemos en marcha destruyendo el sistema, como si nada, haciendo caso omiso a la expresión de desconcierto del hombre de uniforme parado a nuestro lado. Si alguien pagó por todos, o por algunos, o si el señor cedió a permitirnos el paso de todas formas; son dudas que no me detienen. Atravieso las débiles compuertas de la barrera con mi valija en mano y continúo corriendo por el pasillo. Escaleras arriba y más pasillos. Esquinas, cintas mecánicas y más pasillos. Parece mentira pero se repite aquello del fútbol Uruguayo: “el gol en la hora”. ¡Llegamos!  Esta vez no puedo dormirme, voy parada con mi valija a mi lado y la mochila a cuestas, pero ya no tengo sueño. Ya casi llegamos, sólo queda arrastrar las valijas el tramo que resta hasta el hotel para meterme en una cápsula y esperar al otro día. Pero ¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo hace que estoy corriendo incansablemente de un lado a otro? ¿Qué hora es? El tiempo es una variable difícil de comprender e imposible de manipular. Es constante e incontrolable. No se cansa y no para. El tiempo pasa aunque uno no lo quiera. Sólo podemos intentar alcanzarlo, movernos a su ritmo. Y si es necesario, correr.

Publicado por | 27 de junio de 2013 - 10:29 | Actualizado: 29 de junio de 2013 - 08:02 | PDF